viernes, 31 de octubre de 2014

OCTUBRE, 2014. DE RELATOS Y PERROS


La sesión profunda del mes trató de comprender las virtudes dedicadas a Las correcciones, de Jonathan Frazen, decepcionante aunque a ratos certero retrato familiar del desentendimiento comentado más abajo.

Octubre fue mes para pequeñas dosis de emociones, trozos de vida recogidos en colecciones de relatos desde distintos enfoques. Los del francés Olivier Adam en Pasar el invierno empujan al lector hacia las desolaciones, soledades, perdiciones y caminos sin retorno y con poca esperanza que dibujan las sensaciones invernales. No levanta el ánimo, desde luego. Los de Javier Marías en Cuando fui mortal reúnen juegos, ideas, reflexiones y paradojas sobre la muerte; brillantes algunos, fútiles otros, a lomos de esa prosa esmerada y cabalgante del autor que a veces se relame en sus lindezas y huye del foco. Los de Julian Barnes en Pulso combinan desenfrenados y ambiciosos diálogos nocturnos entre amigos tras la cena por un lado y punzantes y hermosos episodios de nostalgia a flor de piel por otro.

Un regreso al Woodstock que no vivimos pero que podemos meternos bajo la piel con las fascinantes imágenes y cercanos testimonios que almacena Woodstock. Three days that rocked the world.

Una novelista conmovedora para terminar. Los perros negros (es sano tener en la mesilla a Ian McEwan), o como a partir de un supuesto hecho repugnante descubierto por un narrador atraído por los interrogantes de la existencia que une y separa a sus suegros, nuestra conciencia puede cambiar del blanco al negro, transformar nuestros ideales, nuestra vida, y replantearnos la consistencia de la fe y la razón.

sábado, 25 de octubre de 2014

LAS CORRECCIONES FATIGOSAS DE FRANZEN


Por unos días, unas semanas, respiras como ellos, como los personajes de un libro denso y extenso. Te aproximas, más allá de la superficie, a los latidos de una vida paralela. Entras en sus experiencias, compartes sus penurias, juzgas sus decisiones, los compadeces o los desprecias, quisieras ser su amigo o hundir la daga hasta sus huesos.

Te dejas llevar por el río de palabras por el que discurre un libro del que pierdes la cuenta de las páginas que vas pasando. La experiencia es unas veces apasionante y adictiva, no quieres que llegue al final; otras veces es cansina hasta la desesperación, aunque te mantienes entero, sin desfallecer, para no abandonar y acabar llegando al último punto.
Hasta que termine el año reservo dos tomazos de más de 650 páginas, uno por mes. Son ediciones de bolsillo, más cómodas de leer en cualquier parte. Me gusta ese placer exigente. Comencé en octubre con Las correcciones, del norteamericano Jonathan Franzen. El diagnóstico tiene poco de fascinante y bastante de de agotador y pretencioso, lo que me desalienta para darle la oportunidad a otra de sus obras aclamadas, Libertad.

Convienen matices. Quería entrar en la profundidad analítica de este elogiado retratista de la familia americana y la que protagoniza esta novela, con la que el autor consolidó en 2001 las alabanzas a su obra, despierta una intensa antipatía, rechazo y vergüenza. Un padre incapaz de sentir y educar que cae en las garras de una enfermedad degenerativa; una madre sumisa, ilusa y cegada por la estupidez; un hijo sin rumbo, aventurero de su incompetencia; otro hijo amargado y tratado como un pelele; y una hija incapaz de encontrar el amor, la única con un poco de razón y equilibrio. Cuesta encontrar asomos de simpatía.
La prosa de Franzen hierve y burbujea con diálogos largos y tensos, pero también fatiga con desvaríos e historias vinculantes que se descontrolan; hay fragmentos brillantes, tan crudos que duelen, pero los hay soporíferos y cargados de reflexiones grandilocuentes.

viernes, 10 de octubre de 2014

LO QUE SOBRA


“En toda novela sobran cosas; y por lo general, cuanto más gordo es el libro, más cosas habría que tirar. Y esto es especialmente verdad respecto a los clásicos”. La reflexión es de Rosa Montero en un artículo sobre La montaña mágica recopilado en su libro El amor de mi vida. De acuerdo (qué insufribles Settembrini y Naphta en tan magnífica obra). Añado que en los no tan clásicos también es verdad: sobra demasiado.

Cuando el hambre por llevarte autores nuevos a la luz de la lámpara se hace más latente, tragas de todo; muchas veces empiezas por obras cortas, bocados de aperitivo que te empujen a probar novelas más largas, platos más copiosos; otras veces te sientes con ganas de empacharte con una comilona entre pecho y espalda, y claro, no puedes con todo: hay trozos de carne dura (descripciones, reflexiones, monólogos, personajes que no aportan nada, situaciones intrascendentes, desvíos argumentales…) y otros trozos que entran como el puré.

Tenía ganas de libros densos, que te lleve semanas masticar. Ando por la mitad de una novela de más de 650 páginas, la tercera novela de J.F., a la que me resulta difícil descubrirle las razones de sus alabanzas. Todavía me esperan otras dos de la misma extensión, de autores distintos, Eugenides y Murdoch. Lo que ahora tengo entre manos me resbala cada veinte o treinta páginas: porque me pregunto a qué se deben tantas líneas para conocer a sus patéticos personajes; por qué no hay situaciones atrayentes con las que tejer un interés constante; o si es necesario introducir el diálogo de un personaje con sus propias heces. Ah, la literatura y sus vergüenzas.