sábado, 29 de noviembre de 2014

NOVIEMBRE, 2014


Canadá, la última novela de Richard Ford, fue la lectura del mes a la que dedicar varios días. Su atrayente historia y el trasfondo que lleva consigo (el aprendizaje en situaciones adversas, el abandono, la soledad, la crudeza de una vida sin definir a ambos lados de la frontera…) prometen más de lo que ofrecen. Porque Ford arranca con una mención a un atraco y a unos asesinatos y ambos incidentes no ocurren hasta 200 y 400 páginas más adelante y antes sigue aludiendo a ellos. Porque quiere demasiado a unos personajes muy poco queridos. Porque se recrea (y repite) descripciones, rutinas, relaciones. El dramatismo de su fondo está por encima del modo medianamente brillante con que el autor lo cuenta.

Lecciones de periodismo novelado, o de novela reportajeada. Hacía tiempo que no acudía a García Márquez y entré en Crónica de una muerte anunciada para disfrutar de la maestría con la que entrelazar literatura y narración periodística. De forma desgarradora, desalmada, única.

Otra clase magistral de periodismo literario, el que el reportero neoyorquino Joseph Mitchell convirtió en su deliciosa novela El secreto de Joe Gould, retrato entre entrañable y surrealista de un estrafalario personaje de las calles y los tugurios de la Gran Manzana.

Probé con Zoé Valdés en La nada cotidiana, grises desdichas de una mujer esclava de su torpeza sentimental y enfrentada a su patria, o la ausencia de ella. Probé también con Eudora Welty, querida cuentista del Sur estadounidense en la bobalicona e infantil El corazón de los Ponder. Y visité de nuevo a Joseph Roth en El espejo ciego, preciosista variación de folletín que discurre por las ilusas desventuras de una joven traicionada por los sueños en la cruda realidad.

Un postre para el deleite final: Bob Dylan. La trilogía del tiempo y el amor. Análisis preciso y pasional de tres sublimes álbumes del maestro a cargo del periodista musical Eduardo Izquierdo.

lunes, 24 de noviembre de 2014

EL ESCRITOR QUE SOMOS


Quienes leemos mucho y escribimos bastante (digamos que a diario por exigencias laborales que se preocupan por cumplir con el servicio de la información) dialogamos a menudo con ese escritor que llevamos dentro. O nos peleamos con él. En aguijonazos de felicidad o jaquecas de tristeza recurrimos al papel en blanco para dejar constancia de lo que se pierde en las palabras habladas, para plasmar en trazos negros o azules la radiografía de un momento y todo lo que lo rodea. Ese escrito es parte de nosotros, nos describe cómo somos.

¿Cómo expresarnos? ¿Cómo comprendernos? No hay nada más eficaz que hablar o escribir con sencillez, dejarse de florituras y oraciones largas, reflexiones profundas que caen a un abismo. Bien sabemos que no es tan fácil como parece. Otras veces recurrimos a jeroglíficos o piruetas expresivas que nuestros lectores no sabrán descifrar, con los que creemos que así reflejamos mejor el verdadero estado de nuestras emociones. Vale, el escritor escribe para sí mismo, pero no debe olvidar que compartir es la mayor virtud de su actividad. Y otras veces, estrangulados por esa pelea con la impaciencia, el desasosiego o la falta de verdadera paz para ponernos a escribir rodeados de silencio, hacemos pedazos el papel. Y volvemos a leer, y regresamos a la escritura, leemos, escribimos…

jueves, 13 de noviembre de 2014

BRINDIS POR EL TRADUCTOR / BERTA VIAS MAHOU


Ahora suelo fijarme en los traductores. Su trabajo es fundamental en el disfrute de un libro que nos llega filtrado desde la pluma y la intención del autor que escribe en un idioma que no es el nuestro. A través de la interpretación y la intuición de un traductor los textos, en su fidelidad a las palabras y las frases originarias, nos deben llegar fluidos con otro ropaje, convertidos en la voz próxima de un autor que se expresa en un lenguaje ajeno. Admiro tremendamente la destreza del traductor para entrar en los misterios, trucos y travesuras de otro idioma y en los propósitos expresivos de un escritor y transformar todo ese torrente de palabras en un texto distinto aunque gemelo e inseparable del original. Y me fijo en que algunos traductores repiten con ciertos escritores, son sus socios de viaje hacia su conexión con los lectores de todo el mundo.

Hoy entrevistamos a Berta Vias Mahou en el periódico, quien supo que era la ganadora de la edición de 2014 del premio Torrente Ballester por su novela Yo soy El Otro. Recordé lo mucho que Berta me ha hecho disfrutar con sus traducciones para Acantilado de autores de lengua alemana como Joseph Roth y Stefan Zweig. Su nombre acompaña al de la obra en las cubiertas de los libros de esta editorial. Y de ese modo, me alegré por ella sin conocerla en absoluto. Y celebré el embrujo de la literatura.