Al cruzarme con una pandillita de mocosos de última generación, tres crías y tres críos, ninguna y ninguno llevaban el teléfono móvil en el bolsillo o la mochila; todos iban con la maquinita en la mano lanzándole el ojo cada tres segundos o escuchando música hortera a través del aparato mientras se gritaban en plena calle. Hace poco una pareja sentada se cruzaba las manos al resguardo de un soportal; con la otra mano cada uno en el silencio más distante entraba en el mundo virtual que le enseñaba el teléfono móvil. A veces me conmueve ver pasear a alguien con un libro bajo el brazo o leer en una terraza de verano. El otro día un hombre vino a consultarme un asunto al trabajo y al reposar una carpeta sobre sus rodillas dejó ver que también llevaba encima un ejemplar de una traviesa novela de Nabokov. Ay.
Muchos de mis
libros no salen de casa. De la tienda pasan a la estantería, primero a la
espera de ser leídos, después debidamente colocados entre otros libros. Pero otros
libros tienen kilómetros y recuerdos encima. Los llevo en la maleta allí a
donde voy: a la playa, al campo, a unas vacaciones cerca, a un país diferente:
Carrère en Asturias y Saint Malo, Por favor mátame en New York, Bullet Park y
John Fante en Jerez y Cádiz, espías británicos en Marsella, Capote y sus
retratos en Cravovia y Dublín, El sentido de un final en Londres, Michael
Chabon entre Múnich y Milan, John y Mary en Manchester, relatos de Du Maurier
en la Isla de Wight, El mar en París y Auster en los aeropuertos de todas
partes.
De evasión por
los pasillos polvorientos de las librerías de segunda mano y las tiendas de
todo de cuanto la gente se deshace por unas pocas perras, me encuentro con
ejemplares repetidos, pobres o mediocres obras de las que sus primeros dueños
se avergüenzan o que simplemente no les gustaron. Yo también me he desprendido
de alguna lectura horrorosa (Doris Lessing, Agustín Fernández Mallo) por unos
miserables euros que me dieron más placer que el tiempo que dediqué a esas
novelas. Pero no logro comprender por qué en un bazar de estos en los que los
libros viejos se apilan en montañas tropiezo en un solo paseo con cinco ejemplares
de editoriales diferentes de El amante de Lady Chatterley y con tres de El gran
Gatsby.
Un breve cuento
de Oscar Wilde, La esfinge sin secreto, de apenas diez caras, descubre un misterio
maravilloso. Intrigado por la visita a una casa de una mujer de la que se ha
enamorado con locura, un hombre que confiesa sus desvelos al narrador cuenta
que al fallecer el objeto de su pasión, que nunca le había revelado por qué acudía
a aquella casa, se presenta en la misma y le pregunta a la señora que lo recibe
en la puerta cuál era el motivo de las visitas de su amada. “Simplemente se
sentaba en el salón y leía libros, a veces tomaba el té”, le responde. El
propio Wilde decía (en ese mismo relato) que “las mujeres están hechas para ser
amadas, no para ser entendidas”. Ay ay ay.
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