Los que trabajamos con palabras para darles un orden con el que informar de lo que ocurre en nuestro entorno deberíamos saber cómo expresar cada gesto, cada situación cotidiana. Pero no, no lo creo. Se nos escapan los atardeceres, el nervio curioso de un perro, el llanto caprichoso de un niño, el silencio desnudo de una sobremesa, el bochorno del verano, la espuma de un pilón, la bruma de un recuerdo… O al menos se nos escapa la forma precisa de reproducirlo con palabras, de dar en la diana con palabras escritas o habladas. La costumbre de tratar con el lenguaje para narrar con objetividad las cosas y los hechos no nos otorga el dominio absoluto del lenguaje, su naturaleza artística. La lengua y sus infinitas combinaciones nos mantienen enfrentados en un eterno combate en el que, por fortuna, nos repartimos las victorias, pero nos sentimos derrotados, tantas veces…
Envidio, entre
tantos novelistas brillantes, a los escritores que hacen juegos de magia con
sus palabras, que aciertan con el adjetivo que mejor enciende un sentimiento o que
mejor encuentra a un nombre fugitivo que espera un soplo de aliento. El arte es
evocar, desde la retención a la transmisión de puras emociones. Dicen tan fácil
lo que a simple vista parece sencillo y en realidad es tan complicado. ¿O no? Hace
años me derretía de gusto con los malabarismos lingüísticos de Vladimir
Nabokov. Hoy me conmueven de placer los lienzos de palabras que escribe John
Banville.
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