El mayor premio, el premio más puro y originario, es ser leído.
En algunos
autores encuentro la obligación personal de ser leídos y la voluntaria inclinación
a recomendarlos. Acudo a las novelas cortas de Stefan Zweig con frecuencia,
cada cuatro o cinco libros más largos que pasan bajo la lámpara durante el año.
Es sano, medicinal, absorbente desde la primera frase, desvela las entrañas de
la personalidad y la fragilidad del ser humano. Desde aquella primera lectura de
un tirón de Carta de una desconocida, de madrugada en el interior de un coche,
Zweig me llama a sus páginas. Veinticuatro horas en la vida de una mujer,
Ardiente secreto o Mendel el de los libros, alcanzan las alturas de aquella apasionada
y resignada carta. ¿Fue él?, Leporella o Las hermanas dejan estupefacto.
La editorial
Acantilado ha publicado gran parte de sus novelas cortas y algunas de sus obras
más extensas, además de alguna antología. Zweig cultivaba el ensayo y la
biografía, y sus viajes y ocupaciones le permitían penetrar con lupa analítica en
el alma de las personas y en la realidad de las situaciones. Y compartirlo con
una elegancia narrativa magistral. Su desesperanzado suicidio representa el agudo
pesimismo que encierran sus historias.
A Zweig, aconsejo, conviene tenerlo a mano.
A Zweig, aconsejo, conviene tenerlo a mano.
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