Algunas lecturas de Ian McEwan
despejan atontamientos o perezas, descubren verdades dolorosas y
destapan acciones o recuerdos incómodos. Se advierte en El placer
del viajero, Los perros negros, Chesil Beach y algunos de los relatos
de sus colecciones. La ley del menor es su último trabajo, y una de
sus cumbres. Es de mis autores británicos contemporáneos
preferidos: preciso, incisivo, ágil, de pluma afilada que aturde en
la superficie y hiere profundo.
La Justicia y su imperio
frente a la fe y sus intolerancias se enfrentan en el nuevo argumento
de McEwan. El bienestar de la persona frente al mandato de la
religión. Fiona Maye, una apreciada juez de menores, guía la
historia de la compleja decisión que ha de sentenciar sobre un menor
enfermo de leucemia cuya familia, testigos de Jehová, se niega por
convicciones a que una transfusión de sangre pueda salvar la vida de
su hijo, mientras asiste desconcertada al desmoronamiento de su
matrimonio. La situación se acompaña de casos judiciales que
muestran el desamparo de los menores castigados por las flaquezas de
sus familias y recuerdos ensombrecidos de una pareja sin timón.
Brillantemente entrelaza el autor cada elemento.
Ahora que ando empeñado en
perderme en la densidad de tomos gruesos y laberínticos tampoco me
puedo resistir a encontrarme en libros más cortos de placer enorme.
En sus grandezas desveladas: fragilidades humanas, miserias ajenas y
meditaciones íntimas que te acompañan varios días después de
haber terminado la última página.
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