Debo
inclinarme ante Frédéric Beigbeder por su emocionante imaginación,
por el cariño honrado y a la vez atrevido, sin imposturas, que
profesa a un ángel de irresistible adoración y a un guerrero
herido. En Oona y Salinger, el escritor francés maneja la breve
relación real que mantuvieron Oona O’Neill y Jerry Salinger (años
antes de ser J. D. Salinger y ocultarse al mundo) para crear una
ficción confundida con la veracidad, tan juguetona y tan creíble al
mismo tiempo, que hace pensar que los hechos ocurrieron
verdaderamente así. O no. O casi.
Oona y Jerry se conocieron a
comienzos de los años 40 en Nueva York, fueron amigos íntimos y se
quisieron en la castidad con un mundo de diferencias entre sus formas
de ser hasta que la guerra los separó: ella conoció a Charlie
Chaplin, se casó con él y le dio ocho hijos hasta la muerte del
genio; él se alistó en el ejército, participó en el desembarco de
Normandía, regresó trastornado con los horrores que presenció,
escribió una obra maestra, El guardián entre el centeno, y se
refugió en la incomunicación.
La obra de Beigbeder
(expublicista, periodista y cronista de la noche parisina, de quien
me había decepcionado hace años El amor dura tres años) se apoya
en biografías y documentos verídicos para inventar, con una
credibilidad aplastante, las conversaciones que existieron entre
Jerry y Oona y nadie escuchó y
las cartas que él le
envió cuando ya se habían separado y a las que los custodios de los
legados de ambos, como era de esperar, no permitieron su acceso.
Beigbeder acompaña a
Salinger en el frente y a Oona en la vejez de Chaplin, y en su
experimento cada voltereta le sale perfecta, sobre el alambre del
amor y la falta de amor, de los encuentros y alejamientos de la vida.
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