Por unos días, unas semanas, respiras como ellos, como los personajes de un libro denso y extenso. Te aproximas, más allá de la superficie, a los latidos de una vida paralela. Entras en sus experiencias, compartes sus penurias, juzgas sus decisiones, los compadeces o los desprecias, quisieras ser su amigo o hundir la daga hasta sus huesos.
Te dejas
llevar por el río de palabras por el que discurre un libro del que pierdes la
cuenta de las páginas que vas pasando. La experiencia es unas veces apasionante
y adictiva, no quieres que llegue al final; otras veces es cansina hasta la
desesperación, aunque te mantienes entero, sin desfallecer, para no abandonar y
acabar llegando al último punto.
Hasta que
termine el año reservo dos tomazos de más de 650 páginas, uno por mes. Son
ediciones de bolsillo, más cómodas de leer en cualquier parte. Me gusta ese
placer exigente. Comencé en octubre con Las correcciones, del norteamericano
Jonathan Franzen. El diagnóstico tiene poco de fascinante y bastante de de
agotador y pretencioso, lo que me desalienta para darle la oportunidad a otra
de sus obras aclamadas, Libertad.
Convienen
matices. Quería entrar en la profundidad analítica de este elogiado retratista
de la familia americana y la que protagoniza esta novela, con la que el autor consolidó
en 2001 las alabanzas a su obra, despierta una intensa antipatía, rechazo y vergüenza.
Un padre incapaz de sentir y educar que cae en las garras de una enfermedad
degenerativa; una madre sumisa, ilusa y cegada por la estupidez; un hijo sin
rumbo, aventurero de su incompetencia; otro hijo amargado y tratado como un pelele;
y una hija incapaz de encontrar el amor, la única con un poco de razón y equilibrio.
Cuesta encontrar asomos de simpatía.
La prosa de Franzen
hierve y burbujea con diálogos largos y tensos, pero también fatiga con
desvaríos e historias vinculantes que se descontrolan; hay fragmentos brillantes,
tan crudos que duelen, pero los hay soporíferos y cargados de reflexiones grandilocuentes.
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