“En toda novela sobran cosas; y por lo general, cuanto más gordo es el libro, más cosas habría que tirar. Y esto es especialmente verdad respecto a los clásicos”. La reflexión es de Rosa Montero en un artículo sobre La montaña mágica recopilado en su libro El amor de mi vida. De acuerdo (qué insufribles Settembrini y Naphta en tan magnífica obra). Añado que en los no tan clásicos también es verdad: sobra demasiado.
Cuando el hambre
por llevarte autores nuevos a la luz de la lámpara se hace más latente, tragas
de todo; muchas veces empiezas por obras cortas, bocados de aperitivo que te empujen
a probar novelas más largas, platos más copiosos; otras veces te sientes con
ganas de empacharte con una comilona entre pecho y espalda, y claro, no puedes
con todo: hay trozos de carne dura (descripciones, reflexiones, monólogos,
personajes que no aportan nada, situaciones intrascendentes, desvíos
argumentales…) y otros trozos que entran como el puré.
Tenía ganas de libros
densos, que te lleve semanas masticar. Ando por la mitad de una novela de más
de 650 páginas, la tercera novela de J.F., a la que me resulta difícil descubrirle
las razones de sus alabanzas. Todavía me esperan otras dos de la misma extensión,
de autores distintos, Eugenides y Murdoch. Lo que ahora tengo entre manos me
resbala cada veinte o treinta páginas: porque me pregunto a qué se deben tantas
líneas para conocer a sus patéticos personajes; por qué no hay situaciones atrayentes
con las que tejer un interés constante; o si es necesario introducir el diálogo
de un personaje con sus propias heces. Ah, la literatura y sus vergüenzas.
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