Quienes leemos mucho y escribimos bastante (digamos que a diario por exigencias laborales que se preocupan por cumplir con el servicio de la información) dialogamos a menudo con ese escritor que llevamos dentro. O nos peleamos con él. En aguijonazos de felicidad o jaquecas de tristeza recurrimos al papel en blanco para dejar constancia de lo que se pierde en las palabras habladas, para plasmar en trazos negros o azules la radiografía de un momento y todo lo que lo rodea. Ese escrito es parte de nosotros, nos describe cómo somos.
¿Cómo
expresarnos? ¿Cómo comprendernos? No hay nada más eficaz que hablar o escribir
con sencillez, dejarse de florituras y oraciones largas, reflexiones profundas
que caen a un abismo. Bien sabemos que no es tan fácil como parece. Otras veces
recurrimos a jeroglíficos o piruetas expresivas que nuestros lectores no sabrán
descifrar, con los que creemos que así reflejamos mejor el verdadero estado de
nuestras emociones. Vale, el escritor escribe para sí mismo, pero no debe olvidar
que compartir es la mayor virtud de su actividad. Y otras veces, estrangulados
por esa pelea con la impaciencia, el desasosiego o la falta de verdadera paz
para ponernos a escribir rodeados de silencio, hacemos pedazos el papel. Y
volvemos a leer, y regresamos a la escritura, leemos, escribimos…
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