Escribir es
natural. Escribir para nosotros y sobre nosotros es una necesidad que surge sin
avisar. Escribir un libro es más que un logro, es una proeza. Quiero creerlo. Por
eso cada libro merece como poco mi respeto, incluso los que no me gustan,
aquellos que nadie compra, nadie coge en una biblioteca y nadie lee. Libros
flojos, torpes, absurdos, complejos, malos… piden ser terminados. A veces también
piden ser arrojados al mar o al fuego. Lo he deseado dos veces con Murakami. No
volveré a abrir sus páginas, podría hacerlo. Cuesta creer que su mística sensibilidad
y su universo caprichoso de personajes tristes y aislados haya sido (dicen…
¿quién lo dice?) candidato en los últimos años a las más altas distinciones
literarias, incluido el Premio Nobel. Un insulto. Un disparate. Hubo un tiempo
en que todo el mundo recomendaba dejarse atrapar por la emoción juvenil de
Tokio Blues. Caí en la tentación y entré en el libro: facilón, cursi, blando,
ñoño, ridículo. Mucho tiempo después, sin ganas reales de volver a Haruki
Murakami pero dedicándole una nueva oportunidad, a esos adjetivos le añado los
de bochornoso y vergonzoso al terminar de leer Sputnik, mi amor. Hasta nunca tío.
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