Hace un tiempo, en una época de inocente aprendizaje y bisoño afán de conocimiento, leí un par de libros de Kundera; también había una chica muy mona (y muy idiota, acabé por descubrir) a la que le gustaba el autor checo (o eso decía, o eso ella creía). La huella de Kundera se borró muy pronto de mi memoria, como el recuerdo de aquella chica. Años más tarde, bromeaba con un amigo sobre el concepto de escritor trascendente que se le atribuía a Kundera, un autor para mentes atormentadas que buscan respuestas complejas a dilemas existenciales, un literato al que gusta mencionar para dárselas de lector de textos profundos y lucir delicado postureo intelectual.
Volví a Kundera
hace un par de años con otro libro del que se me ha borrado el título. El amigo
me recomendó que leyera su primera novela, La broma, y yo, como aún tenía en la
nevera La insoportable levedad del ser, su obra más conocida (y quizá
reconocida), me decidí a entrar en ella. ¡Solo a mí se me ocurre dedicar casi una
semana del verano, tan propicio para lecturas frescas y banales, a nadar en los
remolinos trascendentales de Kundera, en sus fatalistas reflexiones de manual y
retorcidas aunque vacías tramas que encierra esta deprimente novela sobre el hastío de la vida y la amargura del amor! Cuatro
libros son suficientes.
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