No
sé a ustedes, lectores de
avidez y avaricia,
pero a mí me ocurre alguna vez todos los años, ahora sobre todo,
cuando el consumismo responde a tradiciones ancestrales, las
calles se bañan en luces y el gasto se erige en imperativo.
Al
entrar en cualquier lugar donde haya libros deseo comprarlos
todos,
tenerlos
todos
y después leerlos
todos…
cuando las obligaciones me concedan el tiempo adecuado.
El
mercado de los libros enseña sus novedades, sus reediciones,
ejemplares rescatados, tomos de encuadernación lujosa, libracos
costosos que son tentación, clásicos en versión coqueta de los que
presumir. Aparece aquel libro que una vez prestaste y no te
devolvieron, ahora con una cubierta diferente. Muestra el escaparate
el libro en el que te fijas siempre al pasar por delante del cristal
y no te has decidido a comprar. Te pide un libro desde un estante que
lo abras y te lo lleves, porque lo que cuenta está escrito para ti.
Me
abruma la sobredosis de deseo, la fiebre de la lectura. No sé
ustedes, a mí me pasa que en estas fechas en las que quiero leerlo
todo, también quiero cerrar la cartera y no gastar nada y pedir a
quien me tiene un poco de aprecio que, por favor, no me regale nada,
ni un simple libro que les haga acordarse de mí… que todavía
tengo un pila de obras y páginas en casa que no hacen sino crecer y
crecer y crecer y crecer y crecer.
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