sábado, 27 de febrero de 2016

LEER A MARÍAS, EL DESPLACER



Leer, el hecho mismo de abrir un libro y entrar en otra dimensión real o ficticia, perderse en hechos e incidencias ajenas, compartir misterios o descubrimientos, triunfos o derrotas, creerse quien no somos y habitar donde nunca hemos estado como errantes vagabundos de ilusiones pasajeras o fantasías permanentes incrustadas en la utopía de los sueños en cada segundo de nuestro viaje sin retorno por las páginas, leer, ya digo, debería ser un placer. Lo siento, me ha salido un amago de frasecilla interminable, como las de una novela de Javier Marías.

No me gusta Marías, no. Y lo he leído, he vuelto a darle oportunidades después de una decepción. Poco y nada más. Bien merece ser conocido un escritor de pluma infatigable que acumula premios y distinciones y continuas candidaturas a galardones mayores. Me agota su prosa amanerada y ensortijada, sus reflexiones suspendidas en mitad de tramas retorcidas que se frenan a cada suspiro y eternizan. Me desespera el regodeo en su literatura y universo de elitismo al servicio de personajes improbables y generalmente antipáticos cuya manera de expresarse impide que se ganen las mínimas simpatías. No me parece un buen narrador. No me parece un buen escritor. ¡Quién soy yo para decirlo! ¿Qué es narrar? ¿Qué es escribir?

Así empieza lo malo, su última novela, del año pasado, se hunde casi siempre y a ratos sale a flote en lo que parecen más de mil páginas, aunque tiene en verdad algo más de 500. Su intriga, que se revela asfixiante y sórdida, siempre intranquila, pierde cualquier asomo de placer en las palabras cansinas de su agotador autor.

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