Leer, el
hecho mismo de abrir un libro y entrar en otra dimensión real o ficticia, perderse
en hechos e incidencias ajenas, compartir misterios o descubrimientos, triunfos
o derrotas, creerse quien no somos y habitar donde nunca hemos estado como errantes
vagabundos de ilusiones pasajeras o fantasías permanentes incrustadas en la
utopía de los sueños en cada segundo de nuestro viaje sin retorno por las
páginas, leer, ya digo, debería ser un placer. Lo siento, me ha salido un amago
de frasecilla interminable, como las de una novela de Javier Marías.
No me gusta
Marías, no. Y lo he leído, he vuelto a darle oportunidades después de una
decepción. Poco y nada más. Bien merece ser conocido un escritor de pluma
infatigable que acumula premios y distinciones y continuas candidaturas a
galardones mayores. Me agota su prosa amanerada y ensortijada, sus reflexiones
suspendidas en mitad de tramas retorcidas que se frenan a cada suspiro y eternizan.
Me desespera el regodeo en su literatura y universo de elitismo al servicio de personajes
improbables y generalmente antipáticos cuya manera de expresarse impide que se
ganen las mínimas simpatías. No me parece un buen narrador. No me parece un buen
escritor. ¡Quién soy yo para decirlo! ¿Qué es narrar? ¿Qué es escribir?
Así empieza
lo malo, su última novela, del año pasado, se hunde casi siempre y a ratos sale
a flote en lo que parecen más de mil páginas, aunque tiene en verdad algo más de
500. Su intriga, que se revela asfixiante y sórdida, siempre intranquila, pierde
cualquier asomo de placer en las palabras cansinas de su agotador autor.
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