"Con un sollozo la muchacha lo rodeó con sus brazos, apoyándose en él, mientras la luna, atenta a su trabajo sempiterno de disimular la fealdad del mundo, derramaba miel ilícita sobre la calle soñolienta”
La palabra de
Fitzgerald, elegante y cruel, de una precisión asombrosa y una profundidad conmovedora,
decora hermosamente su segunda novela: Hermosos y malditos (The beautiful and
the damned, 1922), caligrafía suprema para una radiografía tan radiante como
amarga de la era del jazz, los ambientes elitistas del Nueva York de los años
de la Primera Guerra Mundial por los que el autor y su pareja deambularon entre
fiestas, éxito, alcohol y decadencia. Cuesta no percibir al propio Scott y a
Zelda retratados en alguno de los muchos y variopintos episodios por los que transitan
patéticamente sus personajes.
“Nunca se quiere
a las personas que hacen cosas por ti”
Hoy aquello, tan
perfectamente descrito por la pluma del maestro, parece envuelto en una burbuja
de irrealidad algodonada. Entonces Francis Scott Fitzgerald retrataba lo que
mejor conocía: el lujo, la opulencia, la superficialidad, el exceso, la
vagancia, la frivolidad y la belleza que ciegan a unos personajes detestables, hedonistas
sin cerebro, Anthony Patch al frente, y su irresistible, arrebatadora e
insoportable Gloria. Las páginas se recrean con una fluidez y encanto
irresistibles en el romance, amor, desamor y brutal hundimiento de una pareja víctima
de la ignorancia descarnada de sus vidas acomodadas, cuya única preocupación es
la de quedarse sin whisky en casa y sentirse viejos a los 25 años. El dinero,
sutil capricho y urgente alimento, es el filo que separa su cielo de su
infierno.
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