Será porque cada
día escribo algo que sé que nadie va leer hasta la última palabra por lo que
dedico a cada autor de una novela el respeto de llegar hasta el final de sus
obras. La vida es corta para leer tantos libros que nos apetecen y hay que ser
selectivo. Pero no me gusta dejar una novela inacabada aunque no me guste la
trama o me aburra su lectura. Si cuesta dios y ayuda, que cueste, pero hasta el
punto final.
Que recuerde, me
las vi muy duras para leer hasta la última línea de American Psycho (Bret
Easton Ellis), obra que al día siguiente regalé para que no ensuciase mis
estanterías. Fue un suplicio pasar por las páginas distinguidas de Ada o el
ardor (Vladimir Nabokov), Luz de agosto (William Faulkner) o El lamento de
Portnoy (Phillip Roth) hasta terminarlos. Otros libros empecé a leerlos a una edad
que no era la adecuada, los olvidé y los rescaté años más adelante, como La
montaña mágica (Thomas Mann). Algunas arduas empresas de lectura las acabaré
asumiendo algún día. Eso creo que pasará con Ulises, Moby Dick o Bella del
Señor, quién sabe cuándo. Otras no me atraen en absoluto, como la obra de
Thomas Pynchon, la de William S. Burroughs o El señor de los anillos creo que me resultará difícil
hacerles un hueco en la agenda.
Pero todos
tenemos un libro que no acabamos de leer en su momento y desconocemos si algún
día lo recuperaremos. En mi caso es El perfume, de Patrick Süskind, obra de la
que una vez leí que Stanley Kubrick pretendía adaptar al cine y que finalmente
lo hizo, y de manera extraordinaria, el director alemán Tom Tykwer. ¿Por qué me
atasqué entonces con El perfume? Por sus detalladas descripciones, su
preciosismo estético, su frialdad emocional. O por la incapacidad de oler lo
que las palabras encierran.
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