Te das cuenta, cuanto más lees, de todo cuanto aún te queda por leer. Las novelas cortas me acercan al umbral de ese pelotón inabarcable en el que me esperan los autores que aún no me he llevado a la boca. Tener buena parte de sus obras al alcance hace excitante el acto mismo de sumergirse en sus lecturas, de probar el agua con la punta de los pies y, si la temperatura es agradable, animarse a llegar hasta la cintura y quizá, con el tiempo, mojarse el cuerpo entero con obras de más volumen, más profundas. Mis últimas incursiones literarias se detuvieron en dos Miller, Henry y Arthur, autores de los que te sabes unas cuantas cosas de sus vidas y obras pero que tardas en entrar en ellas.
De Henry Miller
escogí Días tranquilos en Clichy, el encargo que le hizo un erotómano estadounidense,
un relato breve sobre las correrías sexuales del protagonista, ese Miller/Joey insaciable
y con los bolsillos vacíos por las calles fantasmales de un bohemio París de
otro tiempo. Sucio, seco y desalmado en las descripciones, pero con las huellas
grises de una añoranza poética en sus evocaciones. Intuyo que en otro momento
de mi vida, allá cuando pocas veces has pisado la alcoba, lo habría encontrado excitante
y hasta idealista. Pero no ahora.
De Arthur Miller
abrí las páginas de Una chica cualquiera. La celebridad la alcanzó con su obra de
teatro (Muerte de un viajante, Las brujas de Salem…) pero mi primer chapuzón me
lo he dado con esta novela corta escrita en 1992 que se despacha en una hora, el
mustio retrato de una mujer del montón que recuerda por qué de sus 61 años de
vida tuvo 14 buenos y el resto vacíos. El activismo político de Miller
aparece aquí rebajado, acaso arrojado en pinceladas para rebajar a la
mediocridad las ambiciones grandilocuentes que los izquierdistas radicales en
los años treinta y cuarenta. En el fondo todos queremos ser felices, “¿por qué no
tomando lo que se nos ofrece, pidiéndolo si no se nos ofrece y sin lamentar
nunca nada?”.
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