No pocas de las conversaciones que mi amigo Fernando y yo teníamos al abrigo cotidiano del Toll Gate de Turnpike Lane las rematábamos con un lamento por el exceso y el defecto: ¡cuántos libros nos quedan aún por leer y qué corta es la vida! Cuando años después nos seguimos reencontrando en algún momento de nuestros caminos y nos ponemos al día repasando las lecturas que han pasado por la alcoba regresamos siempre al mismo punto, a ese asombro por la magnitud que abarca la literatura y al deseo de acaparar la mayoría de sus palabras sin jamás poder conseguirlo: ¡cuánto qué leer y qué poco tiempo!
La frase, por
cierto, viene que ni pintada para descartar con elegancia la lectura de un
autor cuando a uno le es recomendado y las ganas de conocerlo son más bien
escasas. Cuántos libros, sí, y necesitamos invertir también el tiempo en muchas
otras tareas, obligaciones y distracciones productivas. Mientras uno lee Trenes
rigurosamente vigilados y otro se dispone a indagar en un nuevo misterio de la
mano de Benjamin Black/John Banville…
Al dejarme caer
por las librerías, entre los estantes de novedades, o por esas tiendas de segunda
mano, rastros que acogen lo que tantos humanos descartamos, donde los tomos nos
piden a gritos, con el precio de risa en la portada, que los llevemos a la
cesta de la compra, pienso en la altura que alcanza la pila de lecturas
pendientes y vuelvo a decirme eso de que tenemos tan poco tiempo… Quizá un día
tenga que salir de casa para dejar espacio al acomodo de más libros.
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