Navegamos
durante semanas, meses, sobre las olas cambiantes de una historia, de
varias historias que conducen
todas a una. No es una travesía tan larga como para que lleve tanto
tiempo cubrirla
y llegar a
puerto, pero sí tiene sus marejadas,
sus brújulas
averiadas,
un
desconcierto que
enlaza y entrelaza caminos.
El libro es denso y curvado,
por momentos diríamos que agotador,
otras veces lo sentimos fascinante. Siempre, de algún modo extraño
y
caprichoso
(y escrupulosamente conmovedor),
nos parece prodigioso. A
veces me dejo llevar más tiempo del habitual por una novela compleja
y larga (bueno, 300 páginas en letra pequeña) sin saber bien cómo
digerirla.
Leemos
decir de El país del agua que es una de las novelas más celebradas
de la literatura inglesa de la segunda mitad del siglo pasado. Su
autor, Graham Swift, ganó el premio Booker por otra de sus obras,
Últimos tragos, aunque parecen concentrarse en Waterland (1983)
muchas cualidades merecedores de elogios y galardones mayores.
Stephen Gyllenhaal la llevó al cine diez años después con Jeremy Irons encabezando el reparto en una
versión que, creo recordar, poco me gustó.
Si
no perdemos la curiosidad por conocer, seremos testigos y aprendices
de la historia, proclama el autor. Y en la historia y las historias
se recrea con diversión, placer y amplitud (lenguaje prolijo,
enredos expresivos, numerosas acotaciones y paréntesis, puntos
suspensivos, saltos temporales, discursos interrumpidos…) Swift en
el marco asfixiante de las húmedas tierras de East Anglia. ¿Para
qué? Para defender el peso de la historia, de las tradiciones
contadas (lo que se dice y lo que se calla) durante generaciones y
explorar con precisión una ardua trama dramática en la que el amor,
el incesto, la fe, la soledad, la incomprensión y la enseñanza
componen una historia de las que reposan rumiando tiempo después de
cerrar el libro.
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