domingo, 25 de agosto de 2013

NOVELA SIN FINAL



Será porque cada día escribo algo que sé que nadie va leer hasta la última palabra por lo que dedico a cada autor de una novela el respeto de llegar hasta el final de sus obras. La vida es corta para leer tantos libros que nos apetecen y hay que ser selectivo. Pero no me gusta dejar una novela inacabada aunque no me guste la trama o me aburra su lectura. Si cuesta dios y ayuda, que cueste, pero hasta el punto final.

Que recuerde, me las vi muy duras para leer hasta la última línea de American Psycho (Bret Easton Ellis), obra que al día siguiente regalé para que no ensuciase mis estanterías. Fue un suplicio pasar por las páginas distinguidas de Ada o el ardor (Vladimir Nabokov), Luz de agosto (William Faulkner) o El lamento de Portnoy (Phillip Roth) hasta terminarlos. Otros libros empecé a leerlos a una edad que no era la adecuada, los olvidé y los rescaté años más adelante, como La montaña mágica (Thomas Mann). Algunas arduas empresas de lectura las acabaré asumiendo algún día. Eso creo que pasará con Ulises, Moby Dick o Bella del Señor, quién sabe cuándo. Otras no me atraen en absoluto, como la obra de Thomas Pynchon, la de William S. Burroughs o El señor de los anillos creo que me resultará difícil hacerles un hueco en la agenda.

Pero todos tenemos un libro que no acabamos de leer en su momento y desconocemos si algún día lo recuperaremos. En mi caso es El perfume, de Patrick Süskind, obra de la que una vez leí que Stanley Kubrick pretendía adaptar al cine y que finalmente lo hizo, y de manera extraordinaria, el director alemán Tom Tykwer. ¿Por qué me atasqué entonces con El perfume? Por sus detalladas descripciones, su preciosismo estético, su frialdad emocional. O por la incapacidad de oler lo que las palabras encierran.

jueves, 22 de agosto de 2013

NOVECENTO… LA MÚSICA, EL OCÉANO


Alessandro Baricco no acierta a calificar esta obra suya. Cuenta antes de empezar que la escribió para un actor y un director. Un monólogo teatral, podría considerarla. Una leyenda, así me gusta a mí llamarla. Lo que sea. De todos modos a él le parece “una historia hermosa que valía la pena contar”. Y le gusta pensar que alguien la leerá. No lleva más de una hora hacerlo. Es hermosa, vaya si lo es. Novecento (La leyenda del pianista en el océano).

Conocía esa historia. Aún no habíamos cambiado de siglo cuando vi la adaptación de Giuseppe Tornatore (hijo de puta, nos vacías de lágrimas con la pasión que vuelcas en las pasiones que nos enseñas). Salí entusiasmado del cine. He querido volver a ver alguna otra vez aquella película y parece que ahora me voy a animar a ello. Novecento (Tim Roth en el film) es un pianista excepcional que nunca ha bajado de un trasatlántico en el que deleita a los viajeros con su música extraordinaria. Allí nació, allí aprendió a acariciar las teclas, a conocer el mundo a través de los rostros y los gestos de la gente. Allí, balanceado por el océano, compartió palabras, silencios y sonidos con unos músicos y se retó a otros. Y nunca pisó tierra firme.

Baricco embellece la sencillez de las emociones, la ternura de sus planteamientos extremos (al Zweig de sus relatos más entrañables me recuerda). Su retrato de Novecento, ese pianista imposible, nos congracia con la pureza de la música y la inmensidad del océano.

domingo, 4 de agosto de 2013

HERMOSOS Y MALDITOS… EL CIELO Y EL INFIERNO


"Con un sollozo la muchacha lo rodeó con sus brazos, apoyándose en él, mientras la luna, atenta a su trabajo sempiterno de disimular la fealdad del mundo, derramaba miel ilícita sobre la calle soñolienta”

La palabra de Fitzgerald, elegante y cruel, de una precisión asombrosa y una profundidad conmovedora, decora hermosamente su segunda novela: Hermosos y malditos (The beautiful and the damned, 1922), caligrafía suprema para una radiografía tan radiante como amarga de la era del jazz, los ambientes elitistas del Nueva York de los años de la Primera Guerra Mundial por los que el autor y su pareja deambularon entre fiestas, éxito, alcohol y decadencia. Cuesta no percibir al propio Scott y a Zelda retratados en alguno de los muchos y variopintos episodios por los que transitan patéticamente sus personajes.

“Nunca se quiere a las personas que hacen cosas por ti”

Hoy aquello, tan perfectamente descrito por la pluma del maestro, parece envuelto en una burbuja de irrealidad algodonada. Entonces Francis Scott Fitzgerald retrataba lo que mejor conocía: el lujo, la opulencia, la superficialidad, el exceso, la vagancia, la frivolidad y la belleza que ciegan a unos personajes detestables, hedonistas sin cerebro, Anthony Patch al frente, y su irresistible, arrebatadora e insoportable Gloria. Las páginas se recrean con una fluidez y encanto irresistibles en el romance, amor, desamor y brutal hundimiento de una pareja víctima de la ignorancia descarnada de sus vidas acomodadas, cuya única preocupación es la de quedarse sin whisky en casa y sentirse viejos a los 25 años. El dinero, sutil capricho y urgente alimento, es el filo que separa su cielo de su infierno.