He llegado a
un punto en que Modiano me transmite un hartazgo antipático. La reiterada
melancolía viajera por su memoria refuerza mi desconfianza en el valor de los
premios y el supuesto reconocimiento artístico. Basta, tío. Has ganado el Nobel
y te ha llevado unos años volver a escribir, mientras por aquí recuperamos las
obritas que no te habíamos publicado sin que nadie clamase por ellas. Vaya, ¿te
ha bloqueado en el escritorio la magnitud de la distinción? Y ahora vuelves con
lo mismo, pesado: con tu deambular solitario por tu París envuelto en ensueño y
recuerdos, tus personajes cubiertos de misterio gris y sin intriga que entran y
salen de los días que evocas décadas después, y tu sofocante empeño en navegar contra
la corriente del olvido.
Hace un
tiempo que dejé de leer a Patrick Modiano. Me bastaba con guardar un digno
recuerdo (ah, recuerdos) de Dora Bruder y En el café de la juventud perdida.
Luego me perdí en el laberinto que me dejaban las lecturas de otras cuatro o
cinco obras repetitivas, sin progreso, colección de recuerdos y lugares presuntamente
fascinantes: cafés y calles, plazas y paseos, mujeres enigmáticas y amigos
fugaces… nulo argumento, vacíos desenlaces. Y caigo en la tentación de entrar
de nuevo en su mundo de humo con la publicación de otra obrita Recuerdos
durmientes. Bah, ¿qué daño me pueden hacer nada más que 100 páginas? Daño
ninguno, desde luego. Sí el enfado que provoca un autor atrapado en el mundo de
sí mismo del que no se esfuerza por escapar. “Olvido”, “tiempo”, “recuerdos”, “sueño”,
“cincuenta años después escribo…”, “hace cincuenta años que…”. Ahora sí, muerto
y enterrado.