domingo, 24 de agosto de 2014

DE HOY, VIAJES, LIBROS Y SECRETOS… Y OSCAR WILDE


Al cruzarme con una pandillita de mocosos de última generación, tres crías y tres críos, ninguna y ninguno llevaban el teléfono móvil en el bolsillo o la mochila; todos iban con la maquinita en la mano lanzándole el ojo cada tres segundos o escuchando música hortera a través del aparato mientras se gritaban en plena calle. Hace poco una pareja sentada se cruzaba las manos al resguardo de un soportal; con la otra mano cada uno en el silencio más distante entraba en el mundo virtual que le enseñaba el teléfono móvil. A veces me conmueve ver pasear a alguien con un libro bajo el brazo o leer en una terraza de verano. El otro día un hombre vino a consultarme un asunto al trabajo y al reposar una carpeta sobre sus rodillas dejó ver que también llevaba encima un ejemplar de una traviesa novela de Nabokov. Ay.

Muchos de mis libros no salen de casa. De la tienda pasan a la estantería, primero a la espera de ser leídos, después debidamente colocados entre otros libros. Pero otros libros tienen kilómetros y recuerdos encima. Los llevo en la maleta allí a donde voy: a la playa, al campo, a unas vacaciones cerca, a un país diferente: Carrère en Asturias y Saint Malo, Por favor mátame en New York, Bullet Park y John Fante en Jerez y Cádiz, espías británicos en Marsella, Capote y sus retratos en Cravovia y Dublín, El sentido de un final en Londres, Michael Chabon entre Múnich y Milan, John y Mary en Manchester, relatos de Du Maurier en la Isla de Wight, El mar en París y Auster en los aeropuertos de todas partes.

De evasión por los pasillos polvorientos de las librerías de segunda mano y las tiendas de todo de cuanto la gente se deshace por unas pocas perras, me encuentro con ejemplares repetidos, pobres o mediocres obras de las que sus primeros dueños se avergüenzan o que simplemente no les gustaron. Yo también me he desprendido de alguna lectura horrorosa (Doris Lessing, Agustín Fernández Mallo) por unos miserables euros que me dieron más placer que el tiempo que dediqué a esas novelas. Pero no logro comprender por qué en un bazar de estos en los que los libros viejos se apilan en montañas tropiezo en un solo paseo con cinco ejemplares de editoriales diferentes de El amante de Lady Chatterley y con tres de El gran Gatsby.
Un breve cuento de Oscar Wilde, La esfinge sin secreto, de apenas diez caras, descubre un misterio maravilloso. Intrigado por la visita a una casa de una mujer de la que se ha enamorado con locura, un hombre que confiesa sus desvelos al narrador cuenta que al fallecer el objeto de su pasión, que nunca le había revelado por qué acudía a aquella casa, se presenta en la misma y le pregunta a la señora que lo recibe en la puerta cuál era el motivo de las visitas de su amada. “Simplemente se sentaba en el salón y leía libros, a veces tomaba el té”, le responde. El propio Wilde decía (en ese mismo relato) que “las mujeres están hechas para ser amadas, no para ser entendidas”. Ay ay ay.

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