Abrir un
libro prestado, regalado o comprado (nuevo o usado) y oler sus páginas, aspirar
la esencia de su fabricación o de su paso por las manos y las horas de quienes
fueron sus lectores.
Saltar a la
última página para saber por cuántas vamos a navegar hasta el final del viaje.
Fijarse en
el año de su creación, en el de la edición; en el título original y el
traductor; en el logo de la editorial y el diseño de su cubierta; en el número
que le corresponde en la colección y en las obras inmediatas que la preceden y
suceden.
Escoger una
de las postales (postales, no marcapáginas) que voy acumulando en viajes,
museos o locales para encajarla en las páginas del libro y que me sirvan de
guía durante el trayecto; guardar la postal en un fichero donde descansan otras
postales, en láminas en las que caben cuatro por cara, al acabar el camino.
Llevar el
libro conmigo en un bolsillo interior del abrigo o una cartera al hombro al salir
a pasear al/con el perro; o tener uno a mano en el coche para retomar en momentos
de espera.
Encontrarle el
lugar adecuado en un mueble, de pie o tumbado, junto a libros con el lomo del
mismo color o de otro, y dejarlo allí hasta una relectura o consulta, o hasta
que con todo el gusto del mundo se lo preste a alguien.
Acabar de leerlo y anotar su título, su autor y nacionalidad y el número de páginas a las que ha dedicado una parte de su vida en un archivo que recoge cada año todas mis lecturas.
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