martes, 5 de febrero de 2019

CARVER A TRAVÉS DE TOMINE

Lo que más me gusta de Raymond Carver es lo que no escribe ni cuenta, lo que esconden sus relatos entre líneas y callan sus personajes después del punto final, que dejan al lector sumido en la tristeza que tan a menudo empaña las vidas de sus hombres y mujeres o de sus parejas. Hay una espesa amargura en la obra de Carver que trasciende el pequeño universo que exploran sus relatos y extiende su dolor a la soledad que hunde en la grisura al ser humano. Unas veces desde la anécdota, otras a través de un diálogo, o de un periodo que desgasta la relación de un hombre o una mujer con sus allegados. Y eso, el sello desolador de Carver, lo encuentro (no soy el único en dejarlo por escrito) en las historias gráficas de Adrian Tomine.

Paseo por las viñetas cada cierto tiempo, menos del que me gustaría. Nunca me sedujo lo suficiente el cómic pese al atractivo de los mundos que recrea y a los dibujos con que lo hace; será porque siempre he concedido demasiato tiempo a los libros, a las películas y a los discos y me encontré sin horas para profundizar en la banda diseñada. Tomine, norteamericano de origen asiático, es ilustrador en The New Yorker y de entre sus obras, que incluyen breves relatos con seres aislados y desorientados, en conflicto consigo mismos y con sus familias o parejas, he leído dos que me han encantado: Intrusos y Sonámbulos y otras historias. En ellas, el último de sus dibujos te deja suspendido en la hondura de una decepción, un desamparo en mitad de la vida, una incomunicación. Vidas cruzadas cuando hablamos de amor.


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