Quiero que
los libros no me suelten durante días después de haberlos terminado, seguir al
lado de sus personajes y dentro de su mundo interior y su mundo exterior como
si sus experiencias cerradas y abiertas fueran las mías. Otro libro que ha
conseguido este año que conviva tan intensamente con su propia dimensión es
Últimos tragos, con el que Graham Swift ganó el Man Booker Prize en 1996.
Antes de
abrir el libro conocía su trama. Había visto, dos veces, la película que lo lleva
a la pantalla, Last orders, rodada en 2001 por Fred Schepisi. Michael Caine,
Bob Hoskins, Tom Courtenay, Ray Winstone, David Hemmings y Helen Mirren forman
el reparto principal de un hermoso film ejemplarmente adaptado de la novela,
los monólogos cruzados de cuatro personajes (y otros de su entorno) que llevan
en un viaje en coche por el sur de Inglaterra las cenizas de su amigo Jack
hasta la orilla del mar. El libro lo tenía en casa desde hace tiempo y no fui
yo el primero en leerlo. Ahora lo ubico en esa estantería mental de libros
imprescindibles.
Swift me absorbe
y exige para después liberarme de placer. Cava en los rincones más escondidos de
sus personajes y los enseña desnudos, en su vulnerabilidad. Últimos tragos se
mueve hacia delante y hacia atrás, se detiene en escenas que entrelazan palabras
y pensamientos y arroja luz sobre el porqué de nuestros actos y la fragilidad
de los secretos. El pub donde los amigos compartían sus vidas después de cada
trabajo, familias rotas y hombres solos, hijos que huyen y vuelven, las últimas
voluntades fiadas a la fuerza de la amistad. Vida y muerte conviven
inseparables en la obra de Swift (El país del agua, El Domingo de las Madres,
Fuera de este mundo), en viajes que dan sentido a lo que nos define como
efímeros e insignificantes seres humanos.
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