El
año pasado empecé un libro de seiscientas y pico páginas y me bajé
superadas las doscientas. No suelo cortar las lecturas para no volver
más a ellas, pero me sentía insultado. A alguien, un indocumentado
publicista, se le ocurrió disparatadamente comparar al autor con
Philip Roth y Nabokov (sí, seguro). Mientras se hacían más fuertes
mis insultos al autor aumentó la impresión de que si continuaba
metido en una trama que según avanzaba se hacía más absurda, mi
inteligencia (que por lo menos es digna de respeto) acabaría
dolorosamente maltratada. El libro era un superventas de misterio de
unos pocos años atrás, con el detalle de una pintura de Hopper en
la colorida portada, al que precedían unas gloriosas alabanzas
publicitarias que a día de hoy me cuesta dar crédito.
De
alabanzas hablamos a
propósito de otro libro.
Que Baricco diga del autor de una novela que es “un talento
inconmensurable” no me hace dudar de su palabra. Que Salter pensase
que lo que había leído le parecía “un libro maravilloso”, me
convence menos. ¿Son
ciertos, en verdad se dijeron estos entrecomillados, o los editores
necesitan calificativos de impacto en boca de plumas reconocidas para
vender mejor sus novedades?
Debemos creer que sí,
que eso se dijo.
También un par de
reseñas escritas en páginas culturales elevaban a los cielos esa
novela, la obra
autobiográfica de un periodista premiado con el Pulitzer, apoyo
cercano en las memorias narradas de un famoso tenista
norteamericano. ¿Suficiente
historial y atractivo profesional como para que a los lectores de
cualquier rincón del mundo les interesen sus años de atribulada
niñez, sus aflicciones por la ausencia de un padre, sus erráticas
experiencias universitarias, su formación como informador y, sobre
todo, su fascinación celestial por el universo idílico del bar en
el que trabaja su tío y conviven en la barra sus peculiares clientes
y amistades y donde el chico se convierte en hombre a
golpe de whiskies y cervezas?
Yo
no conecto con este chico vaya, un agónico constante, un doliente
desorientado, un pobre
inmaduro… un autor
también pobre.
No vislumbro grandes esperanzas en este bar decorado con idealismo
simplón.
Será que no tengo una arraigada cultura de bar, aunque en más de
una ocasión haya dejado caer alguna pena sobre la barra, alguna
confesión de
madrugada, por más que
haya escrito reflexiones
ilegibles en
servilletas de papel y me
haya abrazado al barman.
Acabaré
la lectura, sí, porque es más corta que la que aborté el año
pasado aunque se me haga tan larga y solo me quedan unas 50 páginas
para el final de un libro incomprensiblemente alabado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario