jueves, 13 de julio de 2017

EL TRONO DE NABOKOV


Empecé a leer a Vladimir Nabokov en los años noventa, a comienzos de aquella década y en el inicio de la edad universitaria. Empecé con Lolita, claro, por la celebridad de la novela y la seducción de su icónico personaje en la libido de no pocos hombres de no pocas edades. Humbert, Dolores Haze y la prosa estilizada y caprichosa de Nabokov, su preciosismo prestidigitador, me hechizaron entonces, como el chico impresionable que yo era en estado de hipnosis. Después leí El ojo, y Pnin, y La verdadera vida de Sebastian Knight, las tres en poco tiempo. Más tarde seguí con Mashenka y Risa en la oscuridad, divinidades que me fascinaron. Y Pálido fuego, que la sufrí. Pasaron años, el efecto seductor de su obra menguó un poco al atreverme con la densa, laberíntica y plomiza Ada o el ardor, que a ratos me pareció desesperante. Y más tarde, con años de distancia, continué con Desesperación y Barra siniestra. Hasta 15 libros del maestro ruso que adoptó América y algunos relatos de un voluminoso tomo de cuentos que aún no he terminado pasaron por mi mesilla de noche y mi mochila viajera. Hoy vuelvo a él sin motivo concreto. Con La defensa, atrapado en las prodigiosas evocaciones que desprende su prosa prodigiosa, la que siempre me ha hecho creer que el condenado maestro ha dominado a los lectores que lo admiran varios peldaños por encima.

No hay comentarios:

Publicar un comentario