Este post retoma otro publicado a finales de mayo, cuando empecé a leer Tan poca vida, una aclamada novela de Hanya Yanagihara de 1.004 páginas que hizo que me preguntase hasta qué punto es necesario escribir tanto, contar tanto. El libro, finalista del Man Booker Prize en 2015, una de esas obras vastas en volumen y trascendencia argumental, me costó terminarlo (hace una semana) por varias razones. Por su extensión y por la dureza de la historia que cuenta, principalmente. ¿Grata experiencia? No ¿Ingrata? Tampoco.
A ver, tratando
de no estropear nada a los más atrevidos e interesados: cuatro amigos a lo
largo de unos cuarenta años en Nueva York, ambiciosos, exitosos, unidos unos y distanciados
otros; uno de ellos, el principal personaje, sobrevive a una infancia atroz,
insoportable e inhumana, y progresa brillantemente pero se autolesiona de forma
compulsiva hasta límites intolerables a consecuencia de los horrores que ha
padecido y de los miedos que le asaltan en la vida adulta.
Mil páginas
son, en este caso, excesivas. Eso creo. La autora, hábil, cruda y a la vez
sensible, peca de reiteraciones al profundizar en el dolor que arrastra su
protagonista y se regodea con repeticiones en el detallismo de sus relaciones personales
más cercanas. También parece exagerar al describirnos seres demasiado bondadosos
y tipos asquerosamente deleznables. Tremendamente dura es la historia como para
alargarla hasta el incómodo cansancio.
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