En una
acogedora librería de Amberes (un precioso templo nuevo, no se trataba de un
vetusto palacio del saber con libros y muebles carcomidos) me hice con un
librito de relatos de John Cheever. Digo librito porque no era una de sus
colecciones amplias de cuentos, sino una edición especial de la editorial
Vintage que con un asunto general como temática (amor, guerra, amistad,
depresión, libertad, injusticia, comida, bebida…) reúne en cada ejemplar un
puñado de textos del mismo autor en poco más de 100 páginas. El libro de la
bebida tiene como autor a Cheever, bebedor crónico de una clase media americana
anclada en la rutina despiadada de los suburbios hasta pocos años antes de su
muerte. Me reencontré por tanto con El nadador (y descubrí otros devastadores relatos
suyos sobre la condena del alcohol), que releí en otro idioma para ahogarme en
las penas destructivas del abuso de la bebida.
Cheever
pensó primero en escribir una novela con el argumento de El nadador, el regreso
a casa de un hombre nadando en las piscinas de sus vecinos y bebiendo en sus
jardines en un mismo día, pero la historia se publicó en The New Yorker como
relato. En 1968 se estrenó una adaptación cinematográfica con Burt Lancaster
como protagonista y dirigida por Frank Perry y un no acreditado Sydney Pollack.
El texto, retomado hoy, me causó tanto dolor y a la vez horror como la primera
vez. Su premisa surrealista transporta el fondo de la historia a los escenarios
pegajosos a los que tanto acudía Cheever: hastío en la convivencia, escapismo
etílico, inevitable soledad, vulnerable desolación de la condición humana.
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