domingo, 14 de julio de 2013

AUSTER EN LA CARRETERA. EL PALACIO DE LA LUNA

Desde que comencé con Mr. Vértigo, no sé hace cuánto tiempo, me obligo a leer dos o más libros de Paul Auster al año, o a releer alguno. No es un vicio, es un desvío en el trayecto literario que voy tomando con el paso de la edad, es una parada en la casa de un amigo que me va a sorprender con los relatos más impredecibles, cada uno agrupado en una novela llena de ramificaciones argumentales con personajes tan puramente reales como fantasmales, producto de una desbordada imaginación o de una destapada tentación por narrar lo que no nos atrevemos a contar. De vacaciones por el Norte de Europa, fui repartiendo desde el inicio hasta el final las páginas contagiosas y desgarradoras de El Palacio de la Luna, una de las obras cumbres de Auster que tenía pendiente. Una obra maestra a la altura de Leviatán o la Trilogía de Nueva York.

La prosa sencilla y hábilmente manejada por Auster posee la irreprochable cualidad de conducir al lector de una a otra página sin descanso, queriendo leer más incluso cuando el sueño obliga a apagar la lámpara de la mesilla. En El Palacio de la Luna el autor norteamericano consigue hacernos caminar al lado de las paralelas situaciones que viven Marco Fogg, Thomas Effing y Solomon Barber, personajes fantásticos enredados en la soledad a la que los ha conducido un pasado plagado de incógnitas. Los desenlaces de sus existencias acaban produciendo una impagable emoción, nos acercan al escalofrío, a la lágrima, como muy pocos novelistas son capaces de plasmar con la elección clarificadora de sus palabras y con la perspicacia de ofrecernos en sus creaciones el espejo que refleja muchas de nuestras inquietudes, nuestros sueños, nuestros propios fantasmas.

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